La educación profesional ¿Eje de transformación y de cambio social?

Por Carolina A. González Cuevas

Apenas ha transcurrido el primer mes de 2017 y ya puede verse la publicación de algunas convocatorias para ingresar a distintas licenciaturas, tanto en escuelas privadas como públicas. Los meses siguientes, las ofertas irán en aumento y los estudiantes que egresen del nivel medio superior y que deseen continuar con su formación profesional deberán elegir alguna de las profesiones que su contexto les presente como la oportunidad más viable.

Sin embargo, conviene preguntarse ¿para qué sirve estudiar una carrera? La realidad actual puede parecer desalentadora toda vez que el número de egresados de las universidades, en distintas áreas profesionales, aumenta al tiempo que aumenta el número de desempleados y subempleados, o de profesionistas que laboran en una ocupación que nada tiene qué ver con su perfil profesional. No obstante, en los debates académicos que versan sobre temas educativos, sigue presente el discurso que considera que el ingreso y la permanencia en las universidades es un privilegio de pocos. Profundicemos, entonces.

La educación formal ha sido entendida de diversas maneras a lo largo de la historia de la humanidad. El humano como ser multidimensional, entre sus diversos intereses, ha pretendido generar conocimientos que le permitan comprender su mundo y su realidad. Tales conocimientos se adquieren como producto de la interacción diaria entre los individuos y su entorno pero, además, se han desarrollado y profesionalizado en el quehacer científico. Las ciencias y las disciplinas serían, entonces, los esfuerzos humanos consecutivos que buscan otorgar explicaciones congruentes y lógicas a las realidades, que aportan comprensión ante la complejidad que implica el propio vivir tanto individual como colectivamente.

Las profesiones son, de este modo, el resultado pragmático del quehacer científico; en otras palabras, las profesiones concretan las inquietudes científicas de un sector de la humanidad, educan formalmente a los individuos y los profesionalizan en las distintas disciplinas para que contribuyan al propio avance de las ciencias y, con ello, enriquezcan el conocimiento sobre la vida humana en todas sus dimensiones.

No obstante, la educación profesional no puede ser abordada sin tomar en cuenta el contexto que la caracteriza. Por tanto, la educación – además de que responde a las necesidades científicas de generación de conocimiento – también guarda una estrecha relación con el desarrollo social, por lo que tendría que responder a las demandas de índole política y económica, razón por la cual se la vincula a los intereses laborales de cualquier sociedad, es decir que se institucionaliza.

La educación profesional institucionalizada trasciende – o reduce – el interés humano de generación de conocimiento, va más allá de la mera intención de formar individuos cultos, de probar nuevos paradigmas y gestar saberes desconocidos; más bien, adquiere la función de formar individuos capaces de desempeñarse en un terreno laboral que exige una preparación disciplinar concreta, un conocimiento formal de un área respectiva. Así, la educación profesional podría considerarse como la antesala del ejercicio laboral.

De manera que la educación profesional responde a las necesidades de generación de conocimiento de una sociedad particular, pero también prepara a los individuos para el desempeño laboral y, con ello, para que abonen desde cada área específica al desarrollo, la mejora y el bienestar de sus sociedades. Tal concepción, además de encontrarse vigente en los objetivos que persiguen las Instituciones de Educación Superior, resulta bastante pragmática y lógica; aunque la situación de la sociedad latinoamericana, mexicana y tlaxcalteca pareciera retratar un desdibujamiento entre el objetivo primordial de la educación profesional y sus logros concretos. Se trata de una crisis que trastoca no sólo el ámbito económico y social, sino el ámbito educativo; como si de pronto la educación profesional no cumpliera cabalmente con las expectativas que la sociedad demanda.

Alguna vez escuché a alguien decir que la docencia universitaria poco comprometida es un acto de corrupción, de saqueo a los dineros públicos. Me atrevo, pues, a extender tal reflexión y a decir que la permanencia de estudiantes poco comprometidos en las universidades también es un acto deshonesto y reprobable, puesto que la educación profesional requiere del diálogo, del compromiso, del interés genuino tanto de docentes como de estudiantes, es una tarea ardua que demanda esfuerzo, que se construye en el día a día y que debe trascender las limitaciones institucionales, que debe enfocarse en la generación de vínculos académicos y sociales, de ampliar panoramas y de construir soluciones a los problemas comunes. De ahí la importancia de establecer una relación cercana entre las instituciones de educación superior y la sociedad a la que pertenecen, de asumir como propia la responsabilidad de proponer cambios, de atreverse.

Emociona ver cómo los estudiantes, a lo largo de su trayectoria universitaria, se van convirtiendo cada vez más en abogados, contadores, politólogos, filósofos, médicos, antropólogos, comunicólogos, diseñadores, odontólogos, sociólogos, trabajadores sociales, biólogos, ingenieros… van adoptando, con el paso de cada semestre, una serie de actitudes, pensamientos y sentires propios de su profesión, como si su formación profesional no sólo los dotara de los conocimientos y habilidades relativos a su disciplina, sino que les permitiera re-entender la vida y el mundo y actuar en consecuencia. Las profesiones, entonces, se pueden convertir en el eje que guíe las decisiones tomadas, en una forma de vida. De este modo, la tarea central de la formación profesional quedaría rebasada, en gran medida, y dejaría de ser la antesala del desempeño laboral para convertirse en generadora de cambios tanto individuales como sociales. Sin embargo, no existe una fórmula que perpetúe el entusiasmo de los estudiantes y que trascienda la etapa formativa y se traslade al ejercicio laboral, supongo entonces que todo esto dependerá del nivel de compromiso y de esfuerzo individual, pero también de la disposición de una sociedad que cada vez exige más y aporta menos. El reto es grande, sin duda. Volviendo al inicio, ¿para qué sirve estudiar una carrera? Para comprender de otro modo la realidad compleja en que vivimos, para proponer soluciones a los problemas comunes, para descubrir y descubrirse a sí mismo en el ejercicio profesional; las profesiones en sí mismas no son el remedio a los males sociales, pero podrían ser el inicio de una transformación.